¿Comerán los mexicanos tortillas transgénicas?
Y ¿tamales con alérgenos?, ¿atoles con residuos de glifosato?, ¿chilaquiles con plásmidos?, ¿pozoles con 2,4-D, componente del defoliante agente naranja utilizado en la guerra de Vietnam? o ¿totopos con genes Terminator?
¿Claudicará el legado civilizatorio de 7 mil años frente a las luces pirotécnicas del siglo de oro de la biotecnología? Hoy el maíz se encuentra en el centro de una colosal batalla, de un cruento choque de civilizaciones. De esa colisión no surgen chispas, sino gigantescas llamaradas. La respuesta a las preguntas anteriores es afirmativa si se cumplen los deseos de los biotecnólogos del Cinvestav de Irapuato o del Instituto de Biotecnología de la UNAM, bien liderados por eminentes y multipremiados investigadores nacionales, los cuales a su vez encuentran puntual resonancia y respaldo en dos enormes ministerios: la Sagarpa y la Semarnat. Detrás de ellos hay aún otro bastión mil veces más poderoso que no es gigantesco, sino simplemente descomunal: el poder conjunto de Monsanto, Dupont/Pioneer, Syngenta, Aventis, Dow Agroscience, Bayer y BASF, las corporaciones agrobiotecnológicas que controlan en el planeta el mercado mundial de semillas, granos, alimentos y agroquímicos. Sólo Monsanto tuvo ingresos por 15 mil 430 millones de dólares en 2014, posee una plantilla de 26 mil 200 empleados, dedica a la investigación científica mil 500 millones de dólares y laboran con el corporativo unos 20 mil científicos, cifra similar a la del Sistema Nacional de Investigadores de México. Frente a este poderosísimo blindaje, ¿pueden responderse de otra manera las preguntas?
Aunque usted no lo crea, el embate combinado de tecnocientíficos, gobierno y corporaciones ha sido provisionalmente detenido, es decir, derrotado. La resistencia comenzó hace una década, cuando se discutió y legisló la llamada Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, que mantiene latente la posibilidad de introducción comercial de maíz transgénico en el territorio, no obstante que viola y contradice tres tratados internacionales firmados por México: el Convenio sobre la Diversidad Biológica, el principio precautorio asentado en la Declaración de Río de Janeiro (1992) y el Protocolo de Cartagena (2003). Por aquel entonces investigadores que después integraron la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS) y organizaciones campesinas lograron un empate con esas fuerzas todopoderosas. La ley de bioseguridad no prohíbe la entrada del maíz transgénico aún cuando puede contaminar genéticamente a las variedades nativas, pues México es el centro de origen y diversidad de este cereal, y acepta la siembra experimental, semicomercial y comercial de los transgénicos bajo ciertas reglas y restricciones.
Desde ese evento, la resistencia al maíz genéticamente modificado que surgió de un pequeño grupo de científicos con capacidad CCE (conocimientos, conciencia y ética) comenzó a difundirse no solo entre la comunidad académica sino, y esto resulta decisivo, entre las comunidades rurales y las organizaciones campesinas y ambientalistas. Las primeras comunidades que declararon a sus territorios libres de maíz transgénico surgieron en la Meseta Purhépecha en Michoacán y en pocos meses se extendieron a Tlaxcala, Oaxaca y otros estados. Hoy prácticamente en todas las zonas maiceras del centro, sur y sureste del país, comunidades, pueblos y organizaciones campesinas e indígenas tienen conocimiento del problema y se oponen a la entrada de los transgénicos. La difusión del problema fue titánica, pero efectiva. Lo mismo sucede con las decenas de ferias del maíz que se realizan a lo largo del año en innumerables regiones de México. En el campo jurídico, se promulgaron leyes antitransgénicos bajo diversas modalidades en Tlaxcala, Oaxaca y el Distrito Federal, y en las arenas académicas los científicos de la biotecnología transgénica se negaron desde hace años a discutir con quienes se oponen a ella, y perdieron todos los debates por default.
Esta resistencia creciente, que aumentó como bola de nieve, llegó a su cúspide cuando 54 científicos, intelectuales y organizaciones de la sociedad civil sorpresivamente lograron de un juez una medida cautelar para impedir el otorgamiento de permisos para sembradíos de maíz transgénico a finales de 2013.
La pregunta que encabeza esta colaboración apareció de nuevo en los cielos de México cuando la mañana del pasado 19 de agosto el mismo juez, su señoría Francisco Peñaloza Heras, del duodécimo de distrito en materia civil del primer circuito, revocó esa medida precautoria. (Me pregunto: ¿cuánto puede ofrecerle el consorcio de corporaciones a un simple juez mexicano que habita en un país donde la corrupción se ha convertido en deporte nacional? Estime usted las cifras. ¿Uno, dos, 10, 50 millones de dólares?) Ante esa decisión, la resistencia se multiplicó en horas y alcanzó nuevos sectores: 80 de los cocineros más destacados de México, agrupados en el Colectivo Mexicano de Cocina; el Espacio en Defensa del Maíz Nativo de Oaxaca, la red de promotores de agroecología de 11 municipios de Chiapas; Francisco Toledo, que es el pintor más destacado del país, numerosos articulistas, la opinión pública nacional, más lo que se acumule esta semana. Ya sólo falta que las 7 mil parroquias del país, con la encíclica ecológica en sus manos, movilicen a los feligreses de sus barrios y hagan campañas en cada tortillería de México. Todo indica que los mexicanos lograremos evitar comer tortillas transgénicas.